La
Modernidad es una época compleja en la Historia de la Humanidad y del
pensamiento en particular. Desde el siglo XII, con el surgimiento de
la Escolástica y la relectura de la obra del filósofo Aristóteles,
especialmente de su Lógica y Metafísica, se
fueron creando grandes sistemas de pensamiento que intentaron reemplazar a los
(religiosos) que venían dominando durante la Edad Media, marcadamente cristiana
y neoplatónica. Y he aquí donde debemos ubicar el germen del “pensamiento
moderno”.
El siglo XV trajo consigo la “revolución
universal”, proveniente de muchos y diversos epicentros, y la puesta en crisis no solo el pensamiento medioeval y
escolástico, sino de todos los antiguos paradigmas y a la Tradición en
general. Los avances de la ciencia
fueron responsables destacados en la crítica y revisión de los antiguos
paradigmas de pensamientos. En éste tiempo, el hombre volvió sobre sí, dejando de lado la fe y las
cosmovisiones religiosas, así como las tradicionales explicaciones
cosmológicas, y se propuso reflexionar
de un modo nuevo.
El
Renacimiento y el Humanismo han sido dos fenómenos inmediatos del cambio
de mentalidad que estaba padeciendo el “hombre nuevo”, moderno, y todo aquello que el hombre había adquirido
con su esfuerzo intelectual y racional a lo largo de la historia comenzó a
ponerse en tela de juicio y someterse a una severa crítica. Entonces, un escepticismo generalizado comenzó a
impregnar todos los ámbitos de la vida del hombre –hasta la tierra, otrora
firme, se volvió objeto de duda, pues la
visión geocéntrica fue reemplazada por la heliocéntrica, y la teocéntrica fue
superada por una antropocéntrica.
Todas
las cosas,
en estos tiempos modernos, se podrían
explicar desde el hombre y su entendimiento y experiencia. El tema
filosófico principal será ahora: el conocimiento (mismo) del hombre. En efecto,
tantas concepciones se creyeron dogmáticamente durante siglos, tanto se impuso
la “objetividad” y verdad de las cosas, más allá de la diversidad de matices,
que, al parecer desmoronarse todo, hasta la misma posibilidad de conocimiento
del hombre se volvió el centro de las críticas más mordaces. Por eso, “el problema del conocimiento” del hombre
(su origen, alcance y esencia) será el tema central de la Filosofía moderna.
Como siempre, nos encontramos con
distintos filósofos y distintas posturas, y también con filósofos antecedentes,
entre los que se destacan el italiano Tomás
de Aquino y el inglés Guillermo de
Ockham, ambos pertenecientes, a su modo, a la Escolástica y con doctrinas
opuestas. Tomás de Aquino fue quien reinterpretó toda la filosofía de
Aristóteles, poniendo en el centro del escenario filosófico la doctrina del ser
y la posibilidad de su conocimiento, a través del proceso de abstracción (cuyo
puerto era la adquisición de la “esencia” universal de las cosas), y de su expresión,
a través de la Lógica y el lenguaje. Por su parte, Ockham, negó la posibilidad
de todo conocimiento universal y se limitó a considerar solamente lo singular
concreto, recortando todo aquello que escapara a la razón, al tiempo que
destacando la pobreza de las palabras para expresar adecuadamente las esencias
de las cosas.
Evidentemente que el hombre, por su inteligencia y sus sentidos, conoce, pero qué es lo
que conoce cuando hace experiencia (personal) de las cosas (exteriores a su
sensibilidad). Y he aquí ya la presentación primera de los dos elementos fundamentales en todo acto de conocimiento: el objeto y
el sujeto. Y también he aquí los elementos más discutidos. En efecto, en el
resultado del proceso del conocimiento,
¿dónde termina el sujeto y comienza el objeto? O, dicho de otro modo, ¿qué es lo que existe, de modo
verdaderamente objetivo?
Para algunos filósofos el resultado del proceso del conocimiento dependía de algunos conceptos
(ideas) con las que el hombre
había nacido (siendo, de éste modo, innatos). Pues el hombre no venía con el “entendimiento
vacío”
(tal como afirmaban los empiristas, Locke y Hume), sino que estaba ya, desde el nacimiento,
“esculpido por ciertas ideas” (y estos eran los racionalistas innatistas,
entre los que se destacan Descartes y Leibniz). Y ésta primera distinción es la que refiere al
origen o fundamento del conocimiento (considerado como realidad final y
cierta). En efecto, casi todos los
filósofos coinciden en que el conocimiento comienza por la sugerencia de los
sentidos, pero para los
racionalistas, con las “noticias
sensoriales” (o datos de las percepciones) se pone en marcha a un conjunto de ideas que ya están en el
entendimiento, y que no proceden de ninguna experiencia, que finalmente
terminan edificando el conocimiento. Para
los empiristas, en cambio, no
hay nada en el entendimiento que no haya éste extraído de la experiencia, o
que haya edificado inventado a partir de ella. El conocimiento es una realidad construida
por la mente, pero su materia es íntegramente empírica. El entendimiento crea, construye, ordena, inventa, para ambos tipos de
filósofos, pero la argamasa es la que cambia. Mientras
para los empiristas entendimiento y experiencia-de-los-sentidos-externos es la materia
del conocimiento, para los racionalistas se edifica el conocimiento en un
diálogo recíproco entre ideas, datos sensoriales y la actividad de la mente o
entendimiento.
Habrán, desde ya, autores que contradirán los
pensamientos de los anteriormente expuestos, afirmando, la imposibilidad misma de cualquier clase de conocimiento
(Nietzsche y algunos escépticos), por encontrarse objeto y sujeto en dos esferas completamente diferentes
e inconciliables, al tiempo que incognoscibles de modo definitivo; aquellos que tratarán de conciliar el
racionalismo con el empirismo, afirmando
que existen cosas objetivas pero subjetivamente conocidas (Kant), y
que la razón tiene ideas (con las que puede sintetizar los datos de la experiencia),
aunque todo sus conocimientos procedan de la sensibilidad; y aquellos que, directamente, niegan toda realidad extra-mental, todo
objeto-y-objetividad, afirmando que la existencia es tal en tanto y en cuanto
“es percibida” por un espíritu (Berkeley).
Con
los autores del “idealismo alemán” la filosofía moderna tradicional da otro
vuelco importante. Trascendiendo el kantismo, la filosofía abandona el antiguo objeto fundamental de su reflexión,
que es la cosa exterior (cosa en sí) u objeto de la conciencia, y se atreve
a dar un giro radical. Los filósofos
idealistas (J. G. Fichte, F. W. Schelling y G. W. F. Hegel) ya no consideran a la cosa en sí (o
realidad objetiva) el objeto del conocimiento, sino que centran toda su atención en el sujeto consciente (o
cognoscente) o yo (singular, finito, tal como se concibe al entendimiento humano)
contingente.
El
punto de partida de toda la filosofía idealista es la disolución de la
distinción
(Schelling) fundamental que hizo la gnoseología clásica entre el sujeto (o yo cognoscente) y objeto (o lo conocido). En efecto, el idealismo pasa de la
admisión del yo (sujeto) y no-yo (objeto) a la identificación de uno y de otro
en la conciencia, y ésta disolución (de los polos gnoseológicos) es posible
gracias al ansia de superación que trajo consigo la mismísima noción de
progreso universal.
La
identificación de yo y no-yo (Fichte) tiene, para estos pensadores, una suerte de doble fundamento. Uno, inmanente (y que está más acá del
sujeto), tal como es la actividad de su propio entendimiento, y otro trascendente, que es la
existencia de un Yo superior, en el que se unifica, en última instancia, toda
oposición (incluida la que existe entre sujeto y objeto). A este Yo Absoluto se
lo considera de carácter divino o como al dios mismo, según el caso. Y es que
el idealismo alemán es descendiente del pensamiento del filósofo Baruch
Spinoza, quien consideraba a todas las sustancias (participaciones) de (la)
naturaleza divina (aunque en distintos grados), susceptible de descubrimiento y
conocimiento racional (es decir, filosófico), pues se halla la naturaleza
(divina) en continua manifestación a la razón o conciencia.
Ahora bien, es importante el modo como los idealistas explican esta manifestación
en la Historia de esta sustancia divina, Dios, Pensamiento, Espíritu o Yo
Autoconciente absoluto e infinito. La
manifestación –dicen– es dialéctica,
es decir, progresiva y se da a través de
opuestos. De esta manera, la
historia es considerada como un proceso (el escenario) en y por medio del
cuál se despliega (y manifiesta) el Yo-Absoluto (que deviene, y en el Devenir
que hace con su devenir).
El
proceso de progreso indefinido es racional, esto es, inteligente, no al azar; no permanece oculto al hombre, sino que puede conocerse por medio de la
razón (que es cierta participación directa de la Razón Absoluta). La
filosofía, en particular, será la encargada, de descubrir y mostrar este
despliegue del Espíritu, y ayudar a los hombres a tomar conciencia del mismo, a
fin de hacerse cierto uno en el todo, asumiéndose como parte y mero momento del
proceso.
Precisemos un poco más. Para los
idealistas, detrás de la realidad cotidiana que aparece a la conciencia
nuestra, se da la gestación, el entretejido imperceptible, de este proceso (de
ser y mostrarse el Espíritu Absoluto). El
proceso dialéctico, y consta de tres
momentos o instancias: el primero es de afirmación (tesis), el otro, el segundo, es de negación (anti-tésis) de aquella tesis, y el tercero es de superación de
aquellos opuestos (síntesis). Este
progreso (noción que toma el “idealismo” del Romanticismo alemán y que lleva
hasta el extremo) se realiza mientras se van dando estas instancias, y de modo
inexorable (necesario) e ininterrumpido. Así, la historia, y todo lo que
(contingentemente) existe (y se da en ella), es un gran Fenómeno, una
manifestación o fenomenología del Espíritu Absoluto divino (Hegel).
DOCUMENTO CREADO POR PROFESOR CRISTIAN CABEZAS PASSIG - UNIVERSIDAD DE LAS AMERICAS